Caminábamos con mi gran ámig por el malecón en una tarde de lo más amena, entretenida. Los transeúntes pululaban con gracia, briosos por la amena jornada, bañados por el milagroso sol vespertino. Yo me venía lisa y llanamente meando. Recibía el llamado de la santa vejiga que presionaba sobre mi ser. Imperiosamente tuve que ir a evacuar, depositando todo al sanctus sanctotus del espíritu santo, al reino de la tierra lo que del reino de los cielos vino. Y ví así que era bueno.
Y allí la vimos: hermosa, escultural. Perfecta, como la Santa Hipocondria, aquella de los muslos firmes y el busto sutil. Era ella equilibrio y pulcritud, una mujer impresionante. Con mi ámig tras alabarla contumazmente, incansables, derrochando con porfía halagos hacia su hermoso cuerpo y dotes, decidimos acercarnos a tan perfecta creación.
En nuestro camino hacia esa promesa de néctar y ambrosía se interpuso ÉL. De los cielos se abalanzó el SÁCERDOT, the one and only, the únic, the glorious, unpromiscuous, ímpolut and grácilous Sácerdot. Con una fuerza fugaz y estupefaciente nos arrancó el velo delante de nuestros ojos. Y vimos su escencia: un horrendo monstruo mórbido y desagradable, de rasgos vomitivos, rugosos, obscenos, que nos hicieron perder toda inocencia. Gracias a su Santísima Intervención evitamos el calvario que seguramente nos hubiese provocado un contacto íntimo con semejante deformidad.
Nos mostró que ese no era otro que Satanás, tentándonos por llevarnos al lado oscuro, al mundo del pecado. Pero gracias a Él, nos salvamos de la condena eterna.
Y ahí pasó, volando con sus alitas benedictianas, bendito él, oh, benditos nosotros, porque de él emergieron las luces desde las tinieblas, porque de él salió la claridad y el entendimiento, porque él es la sal, la matriz, el seno que nos amamanta día a día con su sacro jugo genital. Porque ÉL, señores míos, es EL SÁCERDOT.
Loas a ÉL! Albricias! Algarabía! Regocijo! PAX
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