Cantos empalagosos y un rufián que se regodea mediocremente entre un trío de viejos mediocres, un negro (que decía “esto hay que disfrutarlo de a muchos”) y una pareja de viejos andorranos y hartos fascistas. Vacío generacional. La risa empieza a volverse incontenible y nos vamos, porque ya era.
En el camino, aparece el recuerdo de los gremlins down, y atravesamos un pasadizo mágico por debajo de la intendencia. ¡Por Dios! ¡Un pasadizo genial! ¡Increíble! Y a su vez una aberración arquitectónica. Entonces, saliendo de allí, un auto para en seco. Un signo ausente de mi banco semiótico: una mano sobre un volante que se mueve intermitentemente hacia un lado y hacia el otro. Deducir el signo lleva una eternidad, y ahí sí, viene un “dale, vamos”, pero con Tincho ya habiendo terminado de cruzar.
Colosal, imponente, se yergue frente a nosotros el primer indicador de nuestra localización geográfica: el MGAP, cuadrado, bombardeado, repleto de hollín. Estamos en Europa del Este, no cabe ninguna duda. No importa donde; seguramente en Bielorrusia, Rumania o la ciudad de Bratislava. Tincho es Vlad, y yo soy Andrei.
Tomamos entonces una cámara para registrar el momento y las vivencias. Es de noche, con gente que nos mira fugazmente y atraviesa nuestros lados, justo como ocurre en Europa del Este. Nos topamos con un grupo de hinchas del Inter de Bratislava, y justo unos instantes después vivimos el momento Fellini de la película. La iluminación es amarillenta, justo como ocurre en Europa del Este. Atravesamos la Avenida Moscú anonadados por los sistemas de señalización de tránsito, y por no poder creer lo perfecto que era todo en nuestra nueva locación.
Ingresamos a la típica feria de la plaza de la Glotska, donde se venden todo tipo de artesanías y baratijas típicas, y conocemos la imagen del prócer de la Glotska. De inmediato nos topamos con el límite fronterizo entre el barrio Glotska y el Vlatz, el barrio marroquí donde los comercios de mala muerte abundan. Probamos una deliciosa hamburguesa del bajo Vlatz, mientras contamos cuántos burniks nos cuesta la misma. “Ponele un poco de todo”, dice Vlad para no pensar, y al instante se arrepiente (aunque sólo un poco). Andrei selecciona, aunque con un criterio muy deficiente que le hace granjearse unas miradas dubitativas por parte del dueño del comercio. Pagamos los burniks y nos vamos, hincando los dientes en el pan y en la hamburguesa, felicitándonos por nuestra elección.
Continuamos camino por el Vlatz, aunque ahora por el bajo Vlatz (el Muurdenvlatz), en un territorio un poco más complicado en lo concerniente a seguridad. Allí nos topamos con la Muurdenvlatzstation, desde donde salen los trenes rápidos a Travlinka. En ese momento Vlad saca un nylon e intenta arrojarlo a un recipiente de botellas plásticas; pero no, en ese lugar solamente se arrojan botellas, tal como muestra la figura. Luego, Vlad intenta arrojarlo a un recipiente de bolsas de leche; pero no, como bien dice en el exterior del recipiente, allí se tiran bolsas, pero sólo envases plásticos de leche, de esta manera*.
Llegamos a nuestro recinto, un espectáculo típico del Muurdenvlatz, en el que una artista local ofrecerá una performance sosegada y tranquila. Allí el público es de edad avanzada, y Vlad se siente muy incómodo y observado. Por su parte, Andrei mataría por probar una Troplova, la cerveza típica de la región, y lo celebra repitiendo el reclame de la cerveza que vio hace un rato en la televisión: Troplova, ahora con sabor a schümz. En eso, extrae unas pastillas mentoladas de su bolsillo, ante lo cual Vlad le recuerda la propaganda de las mismas: “Halls, mordren vlitsche”.
*En esta escena Andrei arroja sonriente una bolsa de leche ante la observación atenta de Vlad, que lo observa con gesto de aprendizaje.
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